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IV

No tengo nada que decir sobre la guerra
no tengo nada que añadir, me da vergüenza.

A los conocimientos que asimilé en mi vida
renuncio ahora, como un desierto que renunció al agua.
Olvido nombres que nunca creí
que olvidaría.

Y a causa de la guerra vuelvo a decir
en nombre de la simple y última dulzura:
el sol gira alrededor de la tierra, sí,
la tierra es plana como una tabla perdida y flotante, sí,
hay Dios en el cielo, sí.




XI

La ciudad donde nací fue destruida por los cañones.
El barco al que subí fue hundido después, en la guerra.
El granero de Hamadia donde amé fue quemado.
El quisco de En Gedi fue bombardeado por los enemigos,
el puente de Ismailiya que crucé
en una y otra dirección en mis tardes de amor
fue hecho añicos.

Mi vida se ha ido borrando tras de mí según un mapa exacto.
¿Cuánto tiempo resisitirán los recuerdos?
La niña de mi niñez fue asesinada y mi padre está muerto.

Por eso, no me elijáis como amante o hijo,
como pasante de puentes, inquilino o ciudadano.




XXIX

La gente se va lejos para
decir: esto me recuerda otro lugar.
Es igual, se parecen. Pero
conocí a un hombre que se fue a Nueva York
para suicidarse. Objetó que las casas de Jerusalén
eran demasiado bajas y le conocían.

Guardo un buen recuerdo de él, recuerdo
que me hizo salir del aula a mitad de la clase:
«Una guapa mujer te está esperando fuera, en el jardín».
Y tranquilizó a los niños escandalosos.

Cuando pienso en la mujer y en el jardín,
lo recuerdo a él en la alta azotea
y recuerdo la soledad de su muerte y la muerte de su soledad.




XXXVI

Por las tardes Dios retira sus mercancías
brillantes del escaparate,
carros celestes, tablas de la alianza, hermosas perlas,
cruces y campanas relucientes,
las vuelve a meter en baúles oscuros
y echa el cierre: «Ningún profeta
viene ya a comprar.»




Detrás de todo esto se oculta una gran felicidad. Yehuda Amijai. Traducción de Raquel García Lozano. Editorial La Poesía, señor hidalgo. 2004. Barcelona.

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.
Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.
Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.
Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.
Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.
La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición favorita.
Pero al cabo de cierto tiempo, la novedad dejó de ser tal y no quedó más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.
Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.
Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por “ese cierto tiempo”. Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.
Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.
Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.
Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez, “cierto tiempo” también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio -es decir, el cambio seguía siendo un cambio-, sino que al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.
De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.
Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.
Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario…



(mi agradecimiento a Alba Ramírez Roeznillo, quien tuvo la gentileza de descubrirme este microcuento)

Comencé a leerlo hace un tiempo y, de inmediato, su estilo pomposo y sus numerosos circunloquios consiguieron devolver «El bosque de la noche» a las costillas de la librería. Hacía unas semanas que lo había comprado tras un largo encuentro con un escritor en unas cómodas butacas de un rinconcito en el Puerto de Santa María. Allí me confesó su aprecio por ese monstruo llamado Djuna Barnes.

Tras su recital en la Residencia de Estudiantes, he vuelto a Charles Simic. De los 22 poemas recogidos en el cuadernillo que se repartió, uno de ellos, especialmente dotado de eso que mi padre llama «surrealismo tranquilo», me arrancó de nuevo el nombre de Barnes de las costillas y me recordó que una obra alabada globalmente debe tener ese «qué-sé-yo» que permite devolverle algunos fogonazos defensivos pero que, finalmente, consigue deslumbrar al contendiente por uno u otro motivo.

No habría imaginado que ese mismo estilo que me hizo renunciar a su lectura, unas páginas más adelante conseguiría sentarme frente al teclado para recuperar este pequeño fragmento que conservaré siempre.


Una vez, yo también estuve en una guerra -prosiguió el doctor-, en una ciudad pequeña en la que las bombas empezaron a partirnos el corazón, o sea que cada cual empezaba a pensar en toda la majestad del mundo en la que al cabo de un momento ya no podría seguir pensando si aquel ruido se venía abajo y daba en el blanco; yo me estaba peleando por un lugar en el sótano… y allí había una anciana bretona con la vaca que había llevado a rastras consigo, y detrás de ellas alguien de Dublín susurrando, «¡Alabado sea Dios!», en el extremo opuesto del animal (a mí, gracias le sean dadas a mi Creador, me tocaba la cabeza); aquel agujero no era mayor que una bandeja de servir té, y el pobre animal temblaba de tal modo sobre sus cuatro patas que enseguida comprendí que la tragedia de la bestia puede ser dos patas más atroz que la del hombre. La vaca iba soltando con delicadeza sus excrementos allí al fondo, desde donde seguía alzándose el hilillo de voz celta, con su «¡Alabado sea Jesús!», y yo me dije: «¡Ojalá amaneciera ahora mismo, y así podría ver qué sustancia me está embadurnando la cara!» En aquel momento cayó un relámpago y vi cómo la vaca levantaba la cabeza hacia atrás hasta que los cuernos formaron dos lunas contra su espalda… y sus grandes ojos negros estaban empapados en lágrimas.


El bosque de la noche. Djuna Barnes. Editorial Seix Barral. Barcelona. 2006.

Cabeza de serpiente

En otoño o en primavera-
¿Qué importa?
En la juventud o en la vejez-
¿Qué más da?
De todas maneras Tú desaparecerás
en la imagen de la Totalidad
Desapareciste, has desaparecido
ahora, hace un instante
o hace mil años
Pero Tu desaparición
persiste.


12

Mi jarrón era más profundo que el de la diosa del amor
y estaba igual de vacío
Pero ahora que un desconocido ha puesto una rosa en él
un miembro más poderoso que el que puede contener
Ahora no sé cómo voy a reconocer al niño
que llevo en lo profundo de mi seno
Decían que lo había engendrado un hombre de Luz
pero poco antes me había acostado con las Tinieblas
Yo, hija del hombre, he parido gemelos
de distintos padres
uno malo y uno bueno
y no puedo ver diferencia alguna entre ellos.


13

Sencillo es el nacimiento:
Tú devienes tú
Sencilla la muerte:
Tú dejas de ser tú
Bien podría haber sido al revés
como en un mundo especular:
la Muerte podía haberte dado a luz
y la Vida haberte apagado
lo uno igual que lo otro-
Y quizá sea así:
De la Muerte has venido, lentamente
te va aniquilando la Vida.


La Leyenda de Fatumeh. Gunnar Ekelöf. Traducción de Francisco J. Uriz. Nórdica Libros. Madrid. 2011.

Una jaula salió a buscar un pájaro

Franz Kafka



Una jaula salió a buscar un pájaro,
toda la herrumbre a favor de las heridas,
lugar donde caber, mesura.
Serenidad de la bestia apoyada en los alambres,
sus alimentos simples
su simple convivencia con el cuerpo del maltrato.

Fue ella quien desfiguró la puerta
y perdió el umbral
como quien olvida su perfume
el sabor del azufre
la capacidad del llanto.

Entró en la casa borrando las pisadas
y no hubo más regreso
que el ensueño de su propio centro.

Desfiguró la puerta.
No fue difícil que el lenguaje
se acomodara al espacio.
Un mundo más pequeño,
tal vez más comprensible
allí dentro, donde nadie vive,
ni ella ni el tiempo necesitaron salidas
y entre ambos descuidaron la palabra
afuera.

***



Lo más conmovedor de este estado
son los visitantes.
Fisuras del límite, tentación de rompimientos.
De dentro afuera ellos llegan
con todo su paisaje.

Entonces sólo cabe ser una esperanza,
un refugio vivo al borde de su ida.

***



Perdidas nuestras lindes
después de toda desmesura,
arrastramos las redes para traer hasta la orilla
a nuestros cuerpos implicados.

***



Mantengo los pies hundidos
en el manso lecho
de los días comunes.

No hay queja.

Los pájaros rescatan
de mi sombra su pequeña
alegría.



Historia de la fragilidad. Graciela Baquero. Mundos Posibles Ediciones. Madrid. 2011.

13

Dejamos los objetos ordenados cada noche. Sobre
las mantas agujereadas de pelo refractario.
De día volvemos a colocar ladrillos transparentes. De
nuevo construimos la pared traslúcida.
La pared es también una malla. Una red de innumerables
nudos. Se alza por encima de nosotros. Y también es el suelo
y el horizonte.

Exhaustos recorremos con los ojos su inexplicable geometría.



20

Bajo lámparas de acero. Toda la luz es acero en el solar
donde trabajamos para dar placer a los vivos.
Con los músculos trabajamos, con las partes más blandas
del alma y tiramos de ellas sumergiéndolas en orina y en
piedad.



23

Los vivos son los dueños de las luces. Cubren su piel lacada
y pura con telas venidas de paraísos a los que sueñan con ir
de vacaciones.
Los vivos tienen piel y son reacios a las definiciones.
Oyen el sutil rumor de los acantilados, oyen la transparencia
de las avenidas, oyen el vértigo de la edad.

Los vivos, superficie lacada y pura.



25

Encendemos una pira con los nombres
sus llamas no queman
su ceniza no alcanza a llenar el hueco de una mano.



29

Donde debía estar mi alma hay un pedazo de hielo. Donde
dice alma poner necesidad. Donde dice hielo, hielo. Donde
dice necesidad poner hambre, donde dice hambre, ceguera.
Donde dice ceguera, escombro.



36

Crecemos sobre nuestras patas insecto para dar de comer
a los pequeños reptiles, a las crías de los vivos. Crecemos
sobre nuestras patas de insecto, sin hambre ni memoria.
Limpios de corazón y de grasa bajo la carne.
Crecemos entre los juncos metálicos, entre los plásticos
visionarios.

Nuestras oraciones son idénticas al murmullo de los amantes
electrónicos.



La Pecera Subterránea. Pilar Fraile Amador. Amargord Ediciones. Madrid. 2011.




desato el velo de los ojos. y no tengo ojos





                                          algo descubro




***




abro puertas

                              abro puertas hasta en las puertas

-no salgo de casa




***




no hay brisa -que no ahogue una palabra

no hay ola -que no acabe en balbuceo


:en la orilla alguien canta


y no lo sabe




***




hebra -a-hebra-dentro. hebras más. puntadas donde

la aguja no. hebras para apuntar. para apuntarme

                                                                  -para-


paro.



¿paro?




***




hilo. como un poema. des-conoce.

                                                      la aguja nunca

/en otra parte


                                                      en otro         parte




***




salir del espejo

                    de la palabra

para hallar

                    la palabra

y habitar

            el espejo




***




aguja :invento de la luz. para

                                                /ver la luz




Retales. Sonia Bueno. I Premio Internacional de Poesía Joven. Fundación Centro de Poesía José Hierro. Madrid. Marzo de 2011.

Desciende el anzuelo,
busca al gallo,
ahora esparce,
pica el grano,
no aviséis a nadie,
no gritéis,
no matéis todavía,
los niños juegan
a quemar peldaños
de madera
(tan níveas las plumas,
tan rojo el pico
y su sonido).
No hay reino capaz
de guardar sus gallos.
Un anciano se sentó
y leyó el presagio,
otro alzó de pronto
los brazos.
Vimos nidos en sus axilas,
vimos nidos blancos.



Máquina azul
que rasga
los candados,
que abre la puerta
de la casa repudiada,
que encuentra
el cuerpo tendido
de un barco sin velas,
-apartado el fémur,
despintado-,
y en el sótano
un racimo de
costureras pálidas
hilvanando
la imagen en el barro,
remendando el agua,
desbocando caballos
en la presa,
encendiendo lámparas,
corriente eléctrica
que pone en marcha
una máquina azul
que nos aplasta.


Sales. Esther Ramón. Amargord Ediciones. Portbou Colección Transatlántica. Madrid 2011.

Hay plumas que no ascienden.
Insiste en lo que no es lecho,
insiste sobre el trono de piedra
descarnada.
Asume la forma en su peso
de aves muertas.



Boca arriba,
sobre la piedra,
ves una caja de cristal
llena de ojos.
Su flecha fija y múltiple,
clavada en tu materia.


Sales. Esther Ramón. Amargord Ediciones. Portbou Colección Transatlántica. Madrid 2011.

Los nazis marcharon sobre Viena.
Superman hizo su debut en Action Comics.
Stalin purgó a sus amigos revolucionarios.
El primer Dairy Queen abrió en Kankakee, Illinois.
Yo, en mi cuna, me meaba en los pañales.

«Debes de haber sido un hermoso bebé», cantaba Bing Crosby.
Un piloto al que los periódicos llamaron «Camino Equivocado Corrigan»
despegó de Nueva York con dirección a California
y acabó aterrizando en Irlanda mientras yo veía a mi madre
sacarse un pecho del camisón azul y dirigirse hacia mí.

Aquel septiembre hubo un huracán que trasladó un cine
desde la playa de Westhampton a algún sitio en medio del mar.
La gente temía que el mundo estuviera a punto de acabarse.
Un pez que se creía extinto desde hacía setenta millones de años
apareció en una red de pesca en la costa de Suráfrica.

Yo estaba en mi cuna mientras los días se hacían más breves y fríos.
La primera gran nevada cayó durante la noche
sumiendo mi habitación en un gran silencio.
Me parece haberme oído llorar durante mucho, mucho tiempo.

22 poemas de Charles Simic. Traducción: Martín López-Vega. Residencia de Estudiantes. 12 de abril de 2011.