voy marcando los poemas en mi cuaderno según un criterio de continuidad.
marco el poema con una cruz cuando no siguen. y con un punto, cuando merecen continuar.
seguir. como aquel fragmento del poema de Prevért «En familia» que dice:
La guerra sigue la madre sigue hace punto
El padre sigue hace negocios
El hijo ha muerto él ya no sigue
el poema sigue cuando acaba. y acaba cuando no sigue. su sentido vital, sencillo y pleno, me permite ver, a través de aquel hijo muerto, el valor del punto sobre mi escrito.
un punto salva, una cruz mata. un punto en un fragmento salva el fragmento. la ausencia de una marca establece una posición límbica, un no saber, un no querer decidir la suerte de una palabra, un verso, un poema. todo ficticio: no decidir es, en sí mismo, una decisión.
la unidad más pequeña de un poema es un hombre, su mínima elementaridad para cohesionar todo aquello que se construye por encima suyo y lo sobrevive (y sobreviene).
un hombre con un punto sobre la cabeza, sigue. quiere decir que es un buen inicio, nada más.
¿tiene el hombre algo que contar? tal vez no. pero, imaginemos otra cosa con semejante responsabilidad ¿qué otra cosa podría tener algo que decir?
el jefe indio destaca la sabiduría del cuervo. el antiguo egipcio se somete al chacal. el hinduismo venera al elefante. podríamos pensar que el mito humano toma la naturaleza animal para explicar su devenir. pero tal vez sea al contrario y el mito animal pueda explicar la existencia humana antes, incluso, del habla. entonces ¿por qué someter la realidad al hablante? ¿por qué buscar siempre al hablante en el poema?
dirá el esteta que el hombre siempre ofrece su mácula eterna ante la producción poética. estamos sucios. damos lugar a sucios poemas. aunque inevitable, debemos estar preparados para ese fluir. incluso en un magnífico haiku una parte minúscula de nosotros decide la composición natural.
¿podríamos eliminar al hablante?
¿podría colocar una cruz sobre mí -andrés no sigue- y comprobar qué tiene que decir el poema?
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