He dejado olvidados por doquier pedazos de mí
tal y como hacen los distraídos
con guantes y paraguas de colores tristes
por culpa del exceso de mala suerte.
Estaba durmiendo en un banco del parque.
Era como el Arte del Antiguo Egipto.
No deseaba moverme de allí.
Hice que mi sombra alargada tomase el tren de la tarde.
«Si a un niño le damos una muñeca, le damos muerte»,
dijo la mujer que había leído a Djuna Barnes.
Pasamos la noche susurrando. Ella había viajado al África profunda.
Tenía muchas historias que contar sobre la jungla.
Yo estaba en Nueva York buscando trabajo.
Llovía como en tiempos de Noé.
Dormí en muchos portales de aquella gran ciudad.
Una vez le pedí un cigarro a un hombre de smoking.
Me miró aterrado y huyó bajo la lluvia.
Dado que según Santo Tomás de Aquino,
que probó irrefutablemente la existencia y el propósito de Dios,
«el hombre por naturaleza desea la felicidad»,
yo cargaba camiones en el Garment Center.
Junto a un negro robé un vestido rojo de mujer.
Era de seda, resplandecía.
En una noche tétrica, inflamados de amor,
lo llevamos por la larga avenida vacía,
cogiéndolo cada uno por una manga.
El calor insoportable hacía surgir
terroríficos gestos de los rostros humanos.
En la sala de lectura de la Biblioteca Pública
había un único ventilador que apenas giraba.
Los viajes de Herman Melville eran mi almohada.
Iba a bordo de un barco fantasma con las velas izadas.
No había tierra a la vista.
El mar y todos sus mostruos no podían refrescarme.
Seguí a una enfermera con pinta de mística a la consulta de un médico.
Nos pusimos a la cola tras un montón de gente con orejas y ojos vendados.
«Soy un filósofo medieval en el exilio»,
le expliqué a mi casera aquella noche.
Y, verdaderamente, yo ya no parecía yo.
Llevaba gafas con una lente rota, una tela de araña.
Me quedé todo el día en el cine.
En la pantalla una mujer atravesaba una ciudad bombardeada,
la cruzaba a pie, sin detenerse. Llevaba botas militares.
Sus piernas eran largas y estaban desnudas.
Hacía frío en todos los lugares por los que pasaba.
Me volvía la espalda, pero yo ya me había enamorado.
A la salida esperaba encontrar Europa como en tiempo de guerra.
Ni siquiera estaba nevando. Todas las personas que encontraba
vestían una parte de mi destino como máscaras de carnaval.
«Soy Bartleby, el escribiente», le dije al camarero italiano.
«Yo también», respondió él.
Y no era capaz de ver otra cosa que ceniceros rebosantes
minuciosamente inspeccionados por moscas con rostro humano.
22 poemas de Charles Simic. Traducción: Martín López-Vega. Residencia de Estudiantes. 12 de abril de 2011.
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