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Posts Tagged ‘seix barral’

Así que me puse a pensar y me dije: «Eso que me ha encomendado el padre Lucas es una cosa terrible… ser simple como los animales y, con todo, pensar y no hacer daño a nadie.» Entonces eché a andar. Había empezado a nevar y estaba anocheciendo. Me fui hacia L’Île, porque veía las vidrieras de Notre Dame iluminadas y todos los niños en la oscuridad con los cirios titilando, diciendo sus oraciones en voz baja, con el soplo breve que sale de los pulmones pequeños, susurrando fatalmente acerca de nada, que así es como los niños recitan sus oraciones. Entonces dije: «Matthew, esta noche tienes que encontrar una iglesia pequeña y vacía, donde puedas estar solo como un animal, y aun así pensar.» De modo que me di media vuelta y fui bajando hasta llegar a Saint-Merri, allí que entré y allí que me quedé. Todas las velas ardían con regularidad por las aflicciones que la gente les había confiado y yo estaba casi solo, con la excepción de una anciana campesina que desgranaba su rosario en una esquina apartada.

De modo que me encaminé directamente hacia la caja de las almas del purgatorio, únicamente para demostrar que era un pecador auténtico, por si acaso hubiera habido algún protestante en derredor. Estaba intentando pensar cuál de mis manos era la más bendita, porque hay una caja en Raspail que dice que la mano que utilizas para dar limosna a las Hermanitas de los Pobres quedará bendita durante todo el día, pero me desentendí de la cuestión, con la esperanza de que fuera la derecha. Arrodillado en un rincón oscuro, con la cabeza gacha, me incliné para sacar a Bartolillo O’Toole, porque le tocaba a él, todo lo demás ya lo había probado. Esta vez no quedaba más remedio que hacerle afrontar el misterio, para que el misterio pudiera verlo con la misma claridad que me veía a mí. Y entonces dije, en un susurro: «¿Qué es eso, Señor?» Y me puse a llorar; me caían las lágrimas como cae la lluvia sobre el mundo, sin tocar la cara del cielo. De repente caí en la cuenta de que era la primera vez en la vida que mis lágrimas me resultaban extrañas, porque me saltaban de los ojos recto hacia delante; estaba llorando porque tenía que poner a Bartolillo en un aprieto de este calibre por su propio bien.

Lloraba y con mi mano izquierda golpeaba el prie-Dieu, y mientras tanto Bartolillo O’Toole yacía desmayado. Y dije: «He intentado buscar, y sólo encuentro.» Dije «Soy yo, Señor, que sé que en cualquier error perdurable como yo se encuentra la belleza. ¿No lo había dicho ya de esa manera? Pero -dije-, sin tu ayuda soy incapaz de perdudar, ¡Oh Libro de lo Oculto! C’est le plaisir qui me bouleverse! ¡El león avanza rugiendo en busca de su propia furia! Así que dime, ¿Qué es lo que de mí es permanente, yo o él?» Y allí estaba, en aquella iglesia vacía, acompañado de todas las aflicciones de la gente que parpadeaban en luces pequeñitas distribuidas por todo aquel lugar. Y dije: «Ése sería un buen mundo, Señor, si pudieras sacarnos a todos de aquí.» Y allí estaba, sosteniendo a Bartolillo, inclinado y llorando, repitiendo la pregunta hasta que la olvidé, y seguí llorando, y entonces saqué a Bartolillo de en medio, como si de un pajarillo magullado se tratara, y salí de aquel lugar y fui caminando y mirando las estrellas titilantes y dije: «¿He sido simple, como los animales, Dios mío, o he estado pensando?»

El bosque de la noche. Djuna Barnes. Editorial Seix Barral. Barcelona. 2006.

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Comencé a leerlo hace un tiempo y, de inmediato, su estilo pomposo y sus numerosos circunloquios consiguieron devolver «El bosque de la noche» a las costillas de la librería. Hacía unas semanas que lo había comprado tras un largo encuentro con un escritor en unas cómodas butacas de un rinconcito en el Puerto de Santa María. Allí me confesó su aprecio por ese monstruo llamado Djuna Barnes.

Tras su recital en la Residencia de Estudiantes, he vuelto a Charles Simic. De los 22 poemas recogidos en el cuadernillo que se repartió, uno de ellos, especialmente dotado de eso que mi padre llama «surrealismo tranquilo», me arrancó de nuevo el nombre de Barnes de las costillas y me recordó que una obra alabada globalmente debe tener ese «qué-sé-yo» que permite devolverle algunos fogonazos defensivos pero que, finalmente, consigue deslumbrar al contendiente por uno u otro motivo.

No habría imaginado que ese mismo estilo que me hizo renunciar a su lectura, unas páginas más adelante conseguiría sentarme frente al teclado para recuperar este pequeño fragmento que conservaré siempre.


Una vez, yo también estuve en una guerra -prosiguió el doctor-, en una ciudad pequeña en la que las bombas empezaron a partirnos el corazón, o sea que cada cual empezaba a pensar en toda la majestad del mundo en la que al cabo de un momento ya no podría seguir pensando si aquel ruido se venía abajo y daba en el blanco; yo me estaba peleando por un lugar en el sótano… y allí había una anciana bretona con la vaca que había llevado a rastras consigo, y detrás de ellas alguien de Dublín susurrando, «¡Alabado sea Dios!», en el extremo opuesto del animal (a mí, gracias le sean dadas a mi Creador, me tocaba la cabeza); aquel agujero no era mayor que una bandeja de servir té, y el pobre animal temblaba de tal modo sobre sus cuatro patas que enseguida comprendí que la tragedia de la bestia puede ser dos patas más atroz que la del hombre. La vaca iba soltando con delicadeza sus excrementos allí al fondo, desde donde seguía alzándose el hilillo de voz celta, con su «¡Alabado sea Jesús!», y yo me dije: «¡Ojalá amaneciera ahora mismo, y así podría ver qué sustancia me está embadurnando la cara!» En aquel momento cayó un relámpago y vi cómo la vaca levantaba la cabeza hacia atrás hasta que los cuernos formaron dos lunas contra su espalda… y sus grandes ojos negros estaban empapados en lágrimas.


El bosque de la noche. Djuna Barnes. Editorial Seix Barral. Barcelona. 2006.

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