Comencé a leerlo hace un tiempo y, de inmediato, su estilo pomposo y sus numerosos circunloquios consiguieron devolver «El bosque de la noche» a las costillas de la librería. Hacía unas semanas que lo había comprado tras un largo encuentro con un escritor en unas cómodas butacas de un rinconcito en el Puerto de Santa María. Allí me confesó su aprecio por ese monstruo llamado Djuna Barnes.
Tras su recital en la Residencia de Estudiantes, he vuelto a Charles Simic. De los 22 poemas recogidos en el cuadernillo que se repartió, uno de ellos, especialmente dotado de eso que mi padre llama «surrealismo tranquilo», me arrancó de nuevo el nombre de Barnes de las costillas y me recordó que una obra alabada globalmente debe tener ese «qué-sé-yo» que permite devolverle algunos fogonazos defensivos pero que, finalmente, consigue deslumbrar al contendiente por uno u otro motivo.
No habría imaginado que ese mismo estilo que me hizo renunciar a su lectura, unas páginas más adelante conseguiría sentarme frente al teclado para recuperar este pequeño fragmento que conservaré siempre.
Una vez, yo también estuve en una guerra -prosiguió el doctor-, en una ciudad pequeña en la que las bombas empezaron a partirnos el corazón, o sea que cada cual empezaba a pensar en toda la majestad del mundo en la que al cabo de un momento ya no podría seguir pensando si aquel ruido se venía abajo y daba en el blanco; yo me estaba peleando por un lugar en el sótano… y allí había una anciana bretona con la vaca que había llevado a rastras consigo, y detrás de ellas alguien de Dublín susurrando, «¡Alabado sea Dios!», en el extremo opuesto del animal (a mí, gracias le sean dadas a mi Creador, me tocaba la cabeza); aquel agujero no era mayor que una bandeja de servir té, y el pobre animal temblaba de tal modo sobre sus cuatro patas que enseguida comprendí que la tragedia de la bestia puede ser dos patas más atroz que la del hombre. La vaca iba soltando con delicadeza sus excrementos allí al fondo, desde donde seguía alzándose el hilillo de voz celta, con su «¡Alabado sea Jesús!», y yo me dije: «¡Ojalá amaneciera ahora mismo, y así podría ver qué sustancia me está embadurnando la cara!» En aquel momento cayó un relámpago y vi cómo la vaca levantaba la cabeza hacia atrás hasta que los cuernos formaron dos lunas contra su espalda… y sus grandes ojos negros estaban empapados en lágrimas.
El bosque de la noche. Djuna Barnes. Editorial Seix Barral. Barcelona. 2006.