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Posts Tagged ‘charles simic’

Comencé a leerlo hace un tiempo y, de inmediato, su estilo pomposo y sus numerosos circunloquios consiguieron devolver «El bosque de la noche» a las costillas de la librería. Hacía unas semanas que lo había comprado tras un largo encuentro con un escritor en unas cómodas butacas de un rinconcito en el Puerto de Santa María. Allí me confesó su aprecio por ese monstruo llamado Djuna Barnes.

Tras su recital en la Residencia de Estudiantes, he vuelto a Charles Simic. De los 22 poemas recogidos en el cuadernillo que se repartió, uno de ellos, especialmente dotado de eso que mi padre llama «surrealismo tranquilo», me arrancó de nuevo el nombre de Barnes de las costillas y me recordó que una obra alabada globalmente debe tener ese «qué-sé-yo» que permite devolverle algunos fogonazos defensivos pero que, finalmente, consigue deslumbrar al contendiente por uno u otro motivo.

No habría imaginado que ese mismo estilo que me hizo renunciar a su lectura, unas páginas más adelante conseguiría sentarme frente al teclado para recuperar este pequeño fragmento que conservaré siempre.


Una vez, yo también estuve en una guerra -prosiguió el doctor-, en una ciudad pequeña en la que las bombas empezaron a partirnos el corazón, o sea que cada cual empezaba a pensar en toda la majestad del mundo en la que al cabo de un momento ya no podría seguir pensando si aquel ruido se venía abajo y daba en el blanco; yo me estaba peleando por un lugar en el sótano… y allí había una anciana bretona con la vaca que había llevado a rastras consigo, y detrás de ellas alguien de Dublín susurrando, «¡Alabado sea Dios!», en el extremo opuesto del animal (a mí, gracias le sean dadas a mi Creador, me tocaba la cabeza); aquel agujero no era mayor que una bandeja de servir té, y el pobre animal temblaba de tal modo sobre sus cuatro patas que enseguida comprendí que la tragedia de la bestia puede ser dos patas más atroz que la del hombre. La vaca iba soltando con delicadeza sus excrementos allí al fondo, desde donde seguía alzándose el hilillo de voz celta, con su «¡Alabado sea Jesús!», y yo me dije: «¡Ojalá amaneciera ahora mismo, y así podría ver qué sustancia me está embadurnando la cara!» En aquel momento cayó un relámpago y vi cómo la vaca levantaba la cabeza hacia atrás hasta que los cuernos formaron dos lunas contra su espalda… y sus grandes ojos negros estaban empapados en lágrimas.


El bosque de la noche. Djuna Barnes. Editorial Seix Barral. Barcelona. 2006.

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Los nazis marcharon sobre Viena.
Superman hizo su debut en Action Comics.
Stalin purgó a sus amigos revolucionarios.
El primer Dairy Queen abrió en Kankakee, Illinois.
Yo, en mi cuna, me meaba en los pañales.

«Debes de haber sido un hermoso bebé», cantaba Bing Crosby.
Un piloto al que los periódicos llamaron «Camino Equivocado Corrigan»
despegó de Nueva York con dirección a California
y acabó aterrizando en Irlanda mientras yo veía a mi madre
sacarse un pecho del camisón azul y dirigirse hacia mí.

Aquel septiembre hubo un huracán que trasladó un cine
desde la playa de Westhampton a algún sitio en medio del mar.
La gente temía que el mundo estuviera a punto de acabarse.
Un pez que se creía extinto desde hacía setenta millones de años
apareció en una red de pesca en la costa de Suráfrica.

Yo estaba en mi cuna mientras los días se hacían más breves y fríos.
La primera gran nevada cayó durante la noche
sumiendo mi habitación en un gran silencio.
Me parece haberme oído llorar durante mucho, mucho tiempo.

22 poemas de Charles Simic. Traducción: Martín López-Vega. Residencia de Estudiantes. 12 de abril de 2011.

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He dejado olvidados por doquier pedazos de mí
tal y como hacen los distraídos
con guantes y paraguas de colores tristes
por culpa del exceso de mala suerte.

Estaba durmiendo en un banco del parque.
Era como el Arte del Antiguo Egipto.
No deseaba moverme de allí.
Hice que mi sombra alargada tomase el tren de la tarde.

«Si a un niño le damos una muñeca, le damos muerte»,
dijo la mujer que había leído a Djuna Barnes.
Pasamos la noche susurrando. Ella había viajado al África profunda.
Tenía muchas historias que contar sobre la jungla.

Yo estaba en Nueva York buscando trabajo.
Llovía como en tiempos de Noé.
Dormí en muchos portales de aquella gran ciudad.
Una vez le pedí un cigarro a un hombre de smoking.
Me miró aterrado y huyó bajo la lluvia.

Dado que según Santo Tomás de Aquino,
que probó irrefutablemente la existencia y el propósito de Dios,
«el hombre por naturaleza desea la felicidad»,
yo cargaba camiones en el Garment Center.
Junto a un negro robé un vestido rojo de mujer.
Era de seda, resplandecía.

En una noche tétrica, inflamados de amor,
lo llevamos por la larga avenida vacía,
cogiéndolo cada uno por una manga.
El calor insoportable hacía surgir
terroríficos gestos de los rostros humanos.

En la sala de lectura de la Biblioteca Pública
había un único ventilador que apenas giraba.
Los viajes de Herman Melville eran mi almohada.
Iba a bordo de un barco fantasma con las velas izadas.
No había tierra a la vista.
El mar y todos sus mostruos no podían refrescarme.

Seguí a una enfermera con pinta de mística a la consulta de un médico.
Nos pusimos a la cola tras un montón de gente con orejas y ojos vendados.
«Soy un filósofo medieval en el exilio»,
le expliqué a mi casera aquella noche.
Y, verdaderamente, yo ya no parecía yo.
Llevaba gafas con una lente rota, una tela de araña.

Me quedé todo el día en el cine.
En la pantalla una mujer atravesaba una ciudad bombardeada,
la cruzaba a pie, sin detenerse. Llevaba botas militares.
Sus piernas eran largas y estaban desnudas.
Hacía frío en todos los lugares por los que pasaba.
Me volvía la espalda, pero yo ya me había enamorado.
A la salida esperaba encontrar Europa como en tiempo de guerra.

Ni siquiera estaba nevando. Todas las personas que encontraba
vestían una parte de mi destino como máscaras de carnaval.
«Soy Bartleby, el escribiente», le dije al camarero italiano.
«Yo también», respondió él.
Y no era capaz de ver otra cosa que ceniceros rebosantes
minuciosamente inspeccionados por moscas con rostro humano.

22 poemas de Charles Simic. Traducción: Martín López-Vega. Residencia de Estudiantes. 12 de abril de 2011.

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Serás la nieta favorita de la guerra, de la enfermedad y de la hambruna.
Serás como un ciego viendo una película muda.
Verterás cebollas y trozos de tu corazón
en la misma olla caliente.
Tus hijos dormirán en una maleta atada a una cuerda.
Tu marido besará tus pechos cada noche
como si fueran dos lápidas de mármol.

Los cuervos ya se acicalan
para ti y los tuyos.
El mayor de tus hijos yacerá con moscas en los labios
sin sonreír ni alzar la mano.
Envidiarás a cada hormiga con la que te cruces en tu vida
y a cada yerba que pises junto al camino.
Tu cuerpo y tu alma se sentarán en escalones distintos
mascando el mismo trozo de chicle.

El demonio te dirá: ¿Estás en venta, bonita?
El dueño de la funeraria comprará un juguete para tu nieto.
Tu mente será un avispero incluso en tu lecho de muerte.
Rezarás a Dios pero él habrá colgado el cartel de
No molestar.

No me preguntes más, esto es cuanto sé.

22 poemas de Charles Simic. Traducción: Martín López-Vega. Residencia de Estudiantes. 12 de abril de 2011.

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En un templo de la India
me hipnotizó el vuelo de una mosca,
y tuve la clara sensación
de que quizás, y digo sólo quizás,
nos habíamos encontrado antes.

¿En México D.F., tal vez?
Mientras ella ascendía por las piernas amarillas
manchadas de sangre del Cristo crucificado
y sus ojos se hacían más y más grandes.
«Que Dios te siente en el más alto trono
de su reino invisible»,
me dijo en inglés un mendigo ciego.
De sobra sabía lo que yo había visto.

En el saloon en el que Pancho Villa
vació su revolver contra el techo,
sobre el culo al aire de una ninfa desnuda
que sale de un lago en una pintura.
Ahora se arrastra sin ningún pudor
por uno de los orificios nasales de uno de los Budas
haciendo su sonrisa todavía más hermética,
su rostro aún más indescifrable.

22 poemas de Charles Simic. Traducción: Martín López-Vega. Residencia de Estudiantes. 12 de abril de 2011.

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A Hayden Carruth

Si no visteis al perro de seis patas,
no importa. Nosotros lo vimos
y se pasa la mayor parte del tiempo tirado en la esquina.
En cuanto a las patas de más,

uno se acostumbraba a ellas rápidamente
y pensaba en otras cosas,
como, qué noche fría y oscura
para ir a la feria
.

El dueño arrojó un palo
y el perro fue tras él sobre cuatro patas,
las otras dos agitándose detrás,
lo que hizo que una muchacha se riera a carcajadas.

Ella estaba borracha, como lo estaba el hombre
que siguió besando su cuello.
El perro atrapó el palo y giró su cabeza para mirarnos.
Y ese fue todo el espectáculo.

22 poemas de Charles Simic. Residencia de Estudiantes. 12 de abril de 2011.

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