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Cogida de Israel Lancho en Las Ventas. Feria de San Isidro. 27/05/2009

Cogida de Israel Lancho en Las Ventas. Feria de San Isidro. 27/05/2009

Fotografía de Gorka Lejarcegi


No me interesa la noticia, ni el vídeo, ni el antes, ni el después. Que el torero tenga el pulmón fuera, que el torero tenga el aire dentro. No me interesa el debate de fuego, la crueldad, el exotismo, la pornografia de espada y pitón. Es el instante, la sublimación del ojo que nace cubierto de piel -y se encabrita. Me hace preguntarme por esa afirmación de Lorca: somos un pueblo donde la muerte es el espectáculo nacional. Y aquí nos encontramos, contempladores de la muerte desde nuestras barandillas de salitre.

El cancionero popular pone en boca del mozo de Salamanca muerto por el toro:

Amigos, que yo me muero;
amigos, yo estoy muy malo.
Tres pañuelos tengo dentro
y este que meto son cuatro…

No, aquí no hay discusión posible acerca de montaje o engaño, como se ha sugerido en el caso del miliciano de Kappa. Aquí hay pura y rotunda perfección de cogida. Creación en acto. Me podrán escupir en las mejillas los fanáticos diversos y posiblemente esta idea me lleve a todo cuanto deseo ignorar. Pero no puedo evitar el arte de este instante: una imagen que llena su cuerpo de despedidas.

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Fue hace algunos años.

Me encontraba en casa, era domingo y el sol saludaba con desgana [imagino que por culpa de la primavera de un pie izquierdo]. Me servía tranquilamente un café mientras hacía mi descanso de no-sé-qué trabajo en el que me encontraba inmerso. Ahogado, más bien. Asomaba la mirada con dificultad por encima de la línea de flotación y alternaba cristales con palabras. Era todo yo, lo cual es espantoso.

Al principio, distraido en el ojo frío y el ojo caliente, descuidé el pequeño orificio que se formaba en mi oído. Alguien dejó allí un pañuelo de sangre y me desafió. Escuché el ‘quejío’ por primera vez. Había encendido la televisión y había apagado la visión: en la pantalla, un rostro cubista desencajaba la lluvia ritual de mi pensamiento y me traía «el olor de saliva de niño, de hierba machacada y velo de medusa que anuncia el constante bautizo de las cosas recién creadas». Escuché por primera vez flamenco. Cantaba José Mercé y era todo lucha.

Entonces avisé a mi familia y dije: «mirad, ese hombre se está muriendo de arte». Y mi padre susurró, como con miedo: «el duende de Lorca». Federico García Lorca ofreció una conferencia magistral en la Residencia de Estudiantes (Madrid) titulada ‘Teoría y juego del duende’, donde desgranaba con expresión sublime uno de los «sonidos negros» más llamativos de España y lo contraponía a los conceptos de ‘ángel’ y ‘musa’.

Desde entonces he regresado a ese texto varias veces. Pero esta vez necesito de duende porque «con duende es más fácil amar, comprender, y es seguro ser amado, ser comprendido».

Yo necesito que comprendáis una cosa muy simple: que una saeta puede salvar una vida en Sevilla, en plena Semana Santa. Y algún día espero brindaros ese cante y que escuchéis con el mismo pañuelo de sangre con que yo oía.

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