Detestables las niñas del hada madrina,
las que nunca se lavaron los dientes con cuchillas de afeitar
y se humedecen los ojos con agua de colonia para que
también les huelan esas concavidades de rimmel en el
techo y antiojeras en los bajos.
Las otras se perfuman las llagas para no ser menos,
que también las malhadadas tienen derecho a la toilette.
No vaya el puñal a ser la cotidianeidad de unas y Clinique
el día a día de la futilidad total de las amadrinadas.
Esas niñas Clinique nunca necesitaron recolocarse en
ningún hueco
porque ellas no caen como chinchetas de las de medio pelo.
Las otras tienen que volver al agujerito propio cada día,
a sabiendas de que cada vez está más ancho y de que
volverá la gravedad a atraerlas.
(En los huecos de las paredes no viven duendes sino
mujeres achicadas a base de golpes).
Las otras no se lavan el pelo con amoníaco,
no les hacen el amor y no se miran al espejo más que
para contestarse con agravios,
duras imprecaciones y denuestos faltos de finura
de colegio francés.
Do you mind if I smoke? -whispered with a guileless smile.
(Se me olvidaba que las Clinique no fuman…)
Las otras rehúyen la autocomplacencia, vomitan en las
fundas de almohadas
y escriben notas en las paredes, las mejores confidentes.
De vez en cuando, se clavan alfileres en las palmas de las
manos y se cosen los párpados con pespunte, para no
volver a mirar más al dolor de frente.
(El dolor es un personaje de Benedetti, gris, gris).
Las otras se ponen los jeans del desafío, de batalla contra el
padrastro en la uña pintada, enconado en la herida.
Y lo arrancan a mordiscos, y se beben la sangre, aunque
saben, a ciencia cierta,
que volverá a salir.
(La Mercromina se confunde con el rojo del esmalte…)
Andan las otras encorvadas, con los dolores perpetuos entre
atlas y axis.
Allí se arracimaron los nervios y los pánicos, aunque
puedan, todavía, voltear la cabeza
cuando las llaman con nombres extraños.
(Siempre queriéndose desprender del ser propio…).
Las otras tuvieron en sus manos un día la posibilidad
de la muerte,
y tal vez la saludan con demasiada asiduidad.
Siempre soñaron con ser estatuas yacentes de recortado
perfil monárquico.
Pero temen el pozo de aquella Miss Harriet de Maupassant.
(Las inglesas nunca mueren por amor, son poco líricas).
Ay de las otras, las de la singladura imperfecta, que la vida
maltrató.
Siempre las piernas cerradas y listas para la huida,
las guedejas de pelo enmarañado cortado con la navaja,
el aire siempre rodeado del olor de la tristeza.
(La tristeza huele a limones y a orines de viejo).
Las otras no mueren porque no viven.
No se ríen porque voló la guturalidad de la carcajada.
Sólo poseen la certeza absoluta de que
ellas usan radicales libres con olor adquirido, marca
indefinida, nunca Clinique.
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